Mn. Jaume Mercant Simó

Adoración de los Magos (Albrecht Dürer, 1504)

Hoy la Iglesia celebra solemnemente la Epifanía o Manifestación (επιφάνεια) del Señor. Como sabemos, los magos, guiados por una estrella, se presentaron ante el Niño y le ofrecieron oro, incienso y mirra, en señal de adoración y como reconocimiento de su realeza, divinidad y humanidad, señalando, además, que Él había venido a este mundo para salvarnos, pero también para sufrir y morir; de hecho, podemos decir que la sombra de la cruz del Calvario se hace presente en Belén desde los primerísimos instantes. Actualmente, nuestra verdadera estrella es Cristo, quien no sólo nos guía, sino que también ilumina el camino que debemos hacer para ir al Cielo, y al cual ya no le debemos ofrecer oro ni incienso ni mirra, sino nuestra propia vida, pues primeramente la ofreció Él por nosotros. En la Epifanía se manifiesta, además, el carácter católico o universal de la salvación; queda claro, por ende, que el Señor no vino únicamente para rescatar al pueblo judío, sino a las gentes de toda lengua, raza y nación. El Señor se manifiesta, pues, a los israelitas, representados por los pastores, y a los magos, que son las primicias de los gentiles, como dice san Agustín; ambos, pastores y magos, judíos y gentiles, se unieron en una misma piedra angular, destinados a formar un solo pueblo de Dios:

«Toda la Iglesia de la gentilidad ha aceptado celebrar con la máxima devoción este día, pues ¿qué otra cosa fueron aquellos magos sino las primicias de los gentiles? Los pastores eran israelitas; los magos, gentiles; aquéllos vinieron de cerca; éstos, de lejos; pero unos y otros coincidieron en la piedra angular. Dice el Apóstol: Cuando vino, nos anunció la paz a nosotros, que estábamos lejos y a los que estaban cerca. Él es, en efecto, nuestra paz, quien hizo de ambos pueblos uno solo, y constituyó en sí a los dos en un solo hombre nuevo, estableciendo la paz, y transformó a los dos en un solo cuerpo para Dios, dando muerte en sí mismo a las enemistades»
(SAN AGUSTÍN, Sermón 202, 1: PL 38, 1033)